69ª Seminci Valladolid: La sección oficial. Parte 1

  • POLVO SERÁN

Desde el inicio, Polvo serán nos envuelve en un abrazo dramático que mezcla el dolor con lo musical, el silencio con la coreografía. Claudia, encarnada por una deslumbrante Ángela Molina, se enfrenta a un destino irrevocable con una valentía que desarma, mientras su marido Flavio —interpretado por un tierno y enigmático Alfredo Castro— decide abandonar la vida solo para no abandonarla a ella. El musical aquí no es un escapismo, sino una revelación: cada número —después del plano secuencia inicial que descoloca— nos arropa con belleza y desgarro, y los silencios que siguen a los movimientos resuenan más profundo que cualquier diálogo.

En su mirada, Carlos Marqués-Marcet no busca el sentimentalismo fácil: filma el amor que se niega a aceptar la partida, el eco de una boda improvisada que es más entierro que fiesta, y el duelo que contagia a quien observa desde fuera, como Violeta, su hija, atrapada entre la fidelidad y el reproche. Musical y trágico, íntimo y monumental, Polvo serán es un canto a la vida desde el umbral de la muerte: un baile desesperado que, pese a su intensidad volcánica, nos deja con una sonrisa y una pregunta que arde con el corazón acusador de lo inevitable.

  • BLACK DOG

Black Dog es un viaje hipnótico por carreteras solitarias, donde cada plano respira con vida propia y cada silencio pesa con significado. Ganadora del premio a la Mejor Película en Un Certain Regard, la cinta despliega una atmósfera envolvente, capaz de transportarnos al corazón de una existencia marcada por la soledad, la redención y la búsqueda de conexión. La relación muda entre Lang y el perro callejero no es solo un hilo narrativo: es un espejo poético que refleja las emociones más profundas del protagonista y nos hace sentir cada kilómetro como propio.

La dirección de la película es un ejercicio de precisión y sensibilidad; la fotografía, impecable, convierte la carretera y el paisaje en protagonistas silenciosos que dialogan con los personajes. Cada decisión visual y sonora está medida para amplificar la intensidad emocional sin recurrir a artificios innecesarios. Black Dog no solo cuenta una historia, sino que la siente: es cine en su forma más pura, una obra que invita a perderse en sus imágenes y regresar con la certeza de haber asistido a algo verdaderamente extraordinario.

  • Bob Trevino Likes It

Quiere ser una carta de amor a las conexiones improbables en la era digital, pero acaba sintiéndose como un mensaje mal enviado. La premisa —una joven que entabla un vínculo con un desconocido que comparte el nombre de su padre ausente— tiene potencial para conmover, pero la película nunca termina de decidir si quiere ser un retrato íntimo del duelo o una comedia ligera sobre amistades accidentales. En ese vaivén, el guion se pierde, dejando escenas que parecen preparadas para la lágrima fácil, pero sin la verdad emocional que las sostenga.

Visualmente correcta y con un par de interpretaciones que intentan rescatar el conjunto, la cinta se queda en la superficie de sus temas. No hay riesgo formal ni hondura narrativa: lo que debería ser un viaje de descubrimiento se convierte en una serie de episodios previsibles que se olvidan con rapidez. Bob Trevino Likes It no molesta, pero tampoco emociona; es cine que se desliza sin dejar huella, como una notificación que abrimos, leemos por encima y olvidamos antes de que el teléfono vuelva a bloquearse.

  • CHRISTMAS EVE IN MILLER’S POINT

Christmas Eve in Miller’s Point intenta envolvernos en un drama familiar con atmósfera navideña, pero acaba siendo un regalo mal envuelto: pesado, predecible y sin la chispa necesaria para mantenernos interesados. La cámara observa con insistencia, como si la acumulación de silencios y miradas bastara para construir tensión, pero lo que surge es una sensación de tedio que crece a cada escena. Ni el contexto festivo ni la promesa de un clímax emocional logran romper el hielo narrativo que congela a los personajes en su inercia.

El problema no es la falta de ambición, sino la ausencia de alma: las conversaciones parecen escritas para cumplir una función y no para sonar vivas, los conflictos se diluyen antes de explotar y la supuesta intimidad se convierte en una sucesión de momentos apagados. Sin riesgo visual ni peso dramático, Christmas Eve in Miller’s Point se queda en un retrato plano y frío, como una postal que tal vez luzca bien a primera vista, pero que no dice nada cuando la miras de cerca.

  • DIAMANTE EN BRUTO

Diamante en bruto se presenta como un retrato intenso de ambición y supervivencia, pero bajo su brillo inicial se esconde una historia que hemos visto demasiadas veces. El ritmo es ágil y los actores defienden con solvencia a sus personajes, pero la trama avanza por un terreno tan conocido que las sorpresas se vuelven escasas. Es interesante en su planteamiento y mantiene cierto magnetismo, pero nunca llega a romper el molde ni a ofrecer esa chispa que haga que la recordemos mucho tiempo después.

La puesta en escena es correcta y hay destellos visuales que invitan a seguir mirando, aunque no siempre estén al servicio de algo nuevo que contar. En su conjunto, Diamante en bruto funciona como entretenimiento sólido, pero se queda corta para quien busque una mirada distinta o una experiencia que desafíe lo esperado. Es como una piedra bien pulida: bonita a la vista, pero sin ese destello único que la convierta en algo verdaderamente valioso.

  • EN LA ALCOBA DEL SULTÁN

En la alcoba del sultán es un ejercicio de estilo que confunde la acumulación de artificio con personalidad. Su director, más pendiente de emular la simetría y la paleta de colores de Wes Anderson que de construir un relato propio, acaba atrapado en una puesta en escena que parece un escaparate: impecable en lo visual, vacía en lo emocional. La historia se ahoga entre encuadres preciosistas y coreografías calculadas que, lejos de sumergirnos en el mundo del sultán, nos mantienen siempre a distancia.

El resultado es un metraje que se arrastra, incapaz de generar empatía o interés real por lo que ocurre. El capricho estético se impone sobre el pulso narrativo, y lo que podría haber sido una fábula exótica se convierte en un tedio solemne, un lujo frío que se admira unos minutos y luego se olvida. En la alcoba del sultán no es solo un homenaje fallido: es la prueba de que copiar la forma sin encontrar el fondo deja al espectador en tierra de nadie, esperando una historia que nunca llega.

  • FIN DE FIESTA

Fin de fiesta se presenta como un retrato social, pero pronto se convierte en un desfile de clichés disfrazados de conciencia. La película aborda la inmigración y la pobreza desde la comodidad de una clase burguesa engalanada, más preocupada por la estética de su propia moralidad que por transmitir verdad o emoción. Cada escena parece diseñada para subrayar su mensaje de buenismo, y en ese empeño la historia pierde profundidad, empatía y cualquier atisbo de sorpresa.

El resultado es un metraje vacío y previsible, donde los personajes se mueven como piezas artificiales en un tablero que pretende ser crítico, pero que acaba siendo superficial. La puesta en escena busca impactar, pero su artificio y su rigidez no logran generar ninguna emoción genuina. Fin de fiesta termina siendo una obra más preocupada por la forma que por el fondo, un reflejo frío y calculado de problemas reales que debería explorar con corazón y riesgo, pero que se queda solo en la superficie.

 

 

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